sábado, 31 de mayo de 2008

Temporadas



¨Para un ser que esta tarde
anda con un pie en el fango,
otro en el sillón de Baco y con ambas manos,
siempre (siempre) en el horizonte.
...¨


Porque koky era listo, estaba al corriente de la vid dónde podía encontrar las uvas y en qué momento sabían mejor. No era igual morderlas en agosto, cuando parecían estar casi moradas y suculentas (pero luego los dientes se quedaban doloridos y agrios), que cuando el color comenzaba a brillar y los racimos preñados se deshacían sudorosos ante los ojos del sol.
En su corta vida de ratón, koky anduvo por los viñedos todo lo que sus cortitas patas le daban de sí. Se conocía cada recoveco, cada uva podrida y desperdiciada. Sobre todo sufría cuando los vientos y la helada amenazaban aquella, que él consideraba su casa.
Y no es que koky no supiera que los dueños de la finca andaban tras él poniendo trampas y pretendiendo engañarle con trocitos de queso envenenado.
Como antes de morir su madre, koky había aprendido todo lo relativo a los venenos, ahora distinguía a mucha distancia qué queso se podía robar para darse un festín de “Uvas con Queso” (esto se lo enseñó su abuela que todas las tardes de septiembre merendaba con koky y le mostraba todo lo necesario para el ritual), o ni acercarse a los quesos envenenados.
Era buen ratón, así que cuando divisaba la trampa avisaba a sus amigos y a todos los seres que podían caer en ella. Todos querían a koky. Y hasta había ratoncitas enamoradas de él.

En el momento de la vendimia, con esos tractores tormentosos, tantas piernas corriendo de acá para allá, los carros y las cestas saltando entre los lomos de tierra, koky se sentía desesperado.


Por experiencia de otros años comprendía que el tiempo de la tranquilidad y del deleite se acababa. Y lo peor era que desde ese día de fin de vendimia, desde el instante de la fiesta donde todos adoraban a no sé qué Dios del vino y cantaban, bebían el líquido de las uvas recién exprimidas y comían hasta caerse al suelo, desde ese momento, ya koky se había quedado sin su comida preferida. Con su casa destronada. Desde octubre de vuelta a comer semillas y trocitos de basura de todos los colores y olores.

Como ratón koky no entendía porqué no dejaban un poco de uva para los pájaros y para él. ¿Por qué toda para ellos? A fin de cuenta, sólo la molían y sacaban un caldo que luego dejaban podrir en unos bidones inmensos… Todo esto lo había visto una tarde que se escondió en uno de los tractores y anduvo largo rato por las bodegas. Se acuerda bien, casi se queda allí para siempre. Su tractor se iba sin él. Si se descuida un poco más, hubiera sido un ratón más de esos que nunca ven la luz del sol. Koky hubiera muerto. Acostumbrado al campo, a los aromas del amanecer y a sus paseos mientras caía el sol. Lo que más asombraba a koky de sus uvas era la capacidad de ser translúcidas.

A veces cogía una, se la acercaba a un ojo cerrando el otro y miraba cómo avanzaba la tarde. Era algo bello. El cielo se tornaba púrpura con leves gotas de azúcar. Mientras contemplaba ese cuadro imaginaba que su mamá estaba con él, que su abuela le cantaba las maravillas del mundo y podía oler cómo el trigo quemado en el horno se convertía en eso que los humanos llamaban “Pan” y que era otro de los alimentos preferidos de koky.

Cuando miraba a esos seres que sólo se daban prisa por recolectar la uva y llevarla rápido a molerla, cuando los contemplaba en ese afán que él consideraba estúpido, a koky se le saltaban lágrimas porque sabía que ni una de esas uvas habían sido utilizadas antes de machacarla para crear un cuadro bonito en ningún ojo. ¿Cómo no se habían dado cuenta de lo que se podía hacer con una sola uva?


Hoy koky casi cae en un cepo. Su angustia era mucha. Volvía de ver la fiesta y caminaba reparando en los destrozos de su casa. Todas las cepas con las hojas partidas, sus uvas desaparecidas y las pocas que quedaban aplastadas por los enormes pies de los humanos. Un olor nauseabundo, millones de moscas y un calor que hacía elevarse cierta bruma de entre los matorrales, como si fuese humo que no deja respirar. Olía como el infierno, pensaba koky. Tan ensimismado que su pequeña patita derecha casi se cuela en la trampa. Fue el sol quien le avisó. Salió de detrás de una nube y con un rayo intenso le paró cegándole. Cuando pudo ver, supo que la trampa estaba rozándole la pata. ¡Uffff!, qué sudor le corrió por sus bigotes. Un ratón cojo no podía sobrevivir.

Sólo una cosa le daba cierta alegría. Dentro de poco, cuando pasara el otoño y araran de nuevo los campos, comenzarían a brotar los nuevos retoños de las hojas y las flores entre los campos. Eso también era hermoso, porque en ese momento nacían muchos ratoncillos nuevos y para el año siguiente habría uva suficiente para todos.

El año anterior, koky hizo la prueba de masticar “las vinagreras” recién nacidas, con su verde casi amarillo (fue un consejo de la abuela) y descubrió que en cada estación el campo te brindaba cosas diferentes pero ricas. El sabor de la uva nunca podría igualarse a ningún manjar, pero las vinagreras no estaban mal. Cuando koky chupaba aquellos tallos tiernos su cara hacía muecas y los jóvenes ratones con los que paseaba se reían sin parar. Koky sabía que cuando crecieran también ellos probarían muchas más cosas. Eso lo tranquilizaba.



Al llegar justo delante de su ratonera, una Uva lo estaba esperando. “Se habría caído de alguna cesta”, pensó. Pero no. Fue su hermano quién la tuvo escondida para dársela como regalo sabiendo que koky llegaría muy triste aquél día. Toda la comunidad conocía la debilidad que koky sentía por sus uvas.
El cuadro de aquél atardecer (lleno de colores) que pudieron disfrutrar a través del cristal de su tesoro, terminó en la barriga de ambos. “Después de todo, la uva no deja de ser un alimento dulce”, pensaron.

A lo lejos, una pequeña abeja se daba su último festín de temporada.


Texto : Madame Guignol (Carmen Valladolid)

Ilustraciones: Paula Elissamburu

jueves, 29 de mayo de 2008

Nakatu Mindi


En su semblante cariacontecido permanecían las huellas de la melancolía, la nostalgia hacia su tierra, meciéndose entre el recuerdo de su antigua vida, la cual se desprendía día a día mientras paseaba por su nuevo hogar, Valencia. Nakatu Mindi había llegado a Valencia con su familia en los albores veraniegos, con una maleta y unos cuantos recuerdos, para instalarse en la que sería según su padre, su nueva patria si el señor así lo deseaba.
Nakatu era el pequeño de los tres hijos de Tiida y Mugesi Mindi.
Nakatu, a diferencia de sus dos hermanas mayores Aamori y Grace, como la famosa escritora keniana Grace Ogot, disfrutaba de una habitación para él solo. Naka, como solía llamarle su madre, había decorado su pequeño habitáculo con el minucioso esmero del inmigrante, por retener todas y cada una de las esencias de su tierra. Como tantos otros, ese pequeño santuario consagrado al recuerdo y la memoria, le hacía perpetuar quién era y qué amaba. Sí, aquel espacio contenido por cuatro paredes y pequeño balcón, encerraban las exóticas fragancias de una Kenia nostálgica. Una Kenia abandonada a la pobreza, la miseria, las enfermedades y los conflictos locales. Nakatu no era consciente, por suerte, del porqué habían abandonado su pequeña casa en Mombasa, él, aún vivía en ese mundo onírico repleto de aventuras, tan cándido y a su vez perecedero. Sin embargo, Tiida y Mugesi Mindi conocían al detalle de la cruenta y dificultosa realidad que les acechaba tanto en Mombasa como en Valencia. En Mombasa, la incesante crisis económica no permitía prosperar ni al más competente en un escenario de racismo invisible, subyugado por blancos, y en Valencia, en Valencia debían forjar un nuevo horizonte. Su padre, un excelente y veterano cardiólogo, debía afrontar las nuevas circunstancias, conformándose con el mísero sueldo de un camarero en un diminuto y mugriento bar de barrio.
Por su parte, Tiida quedaba relegada a una explotadora empresa de limpieza, tras cuarenta años dedicados a la enseñanza en un colegio de Mombasa. Tiida evocaba en sus duras horas de trabajo ese olor tan peculiar a tiza tras las explicaciones de gramática inglesa y swahili, la algarabía de los niños corriendo a su alrededor, las excursiones de verano una vez finalizados los exámenes al Parque Nacional del Monte Kenia... El recuerdo la mataba... La humillación de la gente por el mero color de su piel azabache la mortificaba aún más... Tiida lloraba en aquellas cálidas noches de verano... Tiida lloraba sola...
Hacía un mes de la llegada a España de la familia Mindi. Aún no conocían más allá de los dos distritos circundantes al antiguo barrio del Carmen. Con las primeras horas del alba, Tiida y Mugesi Mindi se encaminaban hacia el trabajo mientras sus hijas mayores quedaban al mando del incógnito hogar. Aamori y Grace Mindi permanecían atareadas durante toda la mañana con los quehaceres domésticos y, al caer la tarde, tras una breve siesta, estudiaban castellano con su hermano pequeño. Las chicas consumían sus horas rememorando su vida en Mombasa, sus amigos, estudios, amores, etcétera, todo se había quedado en el puerto de Mombasa. No obstante, sus lágrimas no eran ni mucho menos tan amargas como las de Tiida, la desconsolada Tiida... De hecho, ya habían conocido a una o dos personas del barrio. En ellas, la aureola de rebeldía típica de la adolescencia resplandecía con fuerza y esperanza, cualidades que sus padres habían guardado en lo más recóndito de sus almas.
Nakatu disfrutaba jugando con su pequeño coche de carreras en la plaza del Collado, frente a la morada Mindi. Jugaba cerca de un grupo de cinco niños, ya que, le divertían sus escandalosas expresiones en aquella lengua que él empezaba a balbucear. Los niños, también se habían percatado de la presencia de aquel pequeño niño de nariz chata, carnosos labios y piel negra como el carbón. La curiosidad era el nexo común a todos.
A pesar de esa indiscreción innata de los niños de 8 años, los cinco traviesos reservaban sus interrogantes y curiosidades ante las advertencias cargadas de necedad y frustración de sus temidos mayores. Lo foráneo, lo novedoso, lo desconocido persistentemente calaba en las mentes humanas provocando un irracional sentimiento de desprecio y desconfianza. Los padres de Nakatu lo sabían, y temían por la integración del niño. Sin embargo, en algunas ocasiones, la inocencia de los niños rebasa fronteras y razas. Poco a poco, éstos habían creado un lenguaje cifrado de gestos y muecas para comunicarse. Hasta la llegada de aquel espléndido día... Ese día brotó la esperanza...
Nakatu jugaba una vez más en la plaza del Collado, cada vez, mucho más cerca de “sus desconocidos amigos”. Fue el destino, la casualidad, la curiosidad que mencionábamos... quién sabe, pero el balón de fútbol de los cinco chicos había ido a parar a los pies de Nakatu.
Nakatu, temeroso y sorprendido los miró de reojo a los cinco, éstos se acercaron tímidamente hasta él, y le preguntaron si quería jugar a fútbol. Aquel niño negro les caía bien. Jugaba como ellos y le encantaban los coches de carreras. Desobedeciendo a sus padres, alzaron sus rostros hacia Nakatu y le tendieron sus menudas manos. Nakatu sonrío y miró a su madre, quien ladeando la cabeza le indicó que no temiese. Nakatu, volvió a sonreír a los niños y, afirmó enérgicamente con la cabeza.
- A partir de ahora, serás nuestro amigo, y te enseñaremos todos los escondrijos y rarezas del barrio. Este es Julián, Rafeta, Miguel, Pau, y yo, Pepet.
- Mi nombre es Nakatu, y me gusta mucho el fútbol.
- ¡Niños!, ¿quién se apunta a merendar unas exquisitas galletas de chocolate? – sugirió la madre de Nakatu.
Tiida y Mugesi Mindi cruzaron sus miradas, buscaron sus manos en la calurosa brisa, una caricia cómplice... volvieron a sonreír...


Texto: Arantxa Carceller

Ilustración: Vanessa Zorn

lunes, 26 de mayo de 2008

La cuerda a la Luna


Una noche que la luna brillaba tanto como una luciérnaga, Elena se apoyó en la ventana de su dormitorio para contemplarla.
En ese momento entró Anita, su nieta más pequeña. La niña al ver a la anciana le dijo:
-¡Abue, acuéstate, te vas a resfriar!
Elena le sonrió y con su dedo curvo, señaló el cielo, luego mirándola con ojos cansados le dijo:
-Anita ¿te acuerdas cuando te conté que mi abuela Cloromila, recibió un regalo de la luna? Ahora mira la Luna, pero con mucha atención.

La niña levantó la cabeza y buscó a lo lejos hasta que gritó:
- ¡Sí, es igual y ahí está ella! Es como me contaste.
Los ojos de la abuela brillaron cuando reconoció a su abuela Cloromila . Pareciera que ambas se comunicaban sin hablar. Elena movió la cabeza y Cloromila le respondió con el mismo gesto.

Luego Cloromila camino hacia el otro lado de la luna. Pasaron unos minutos y regresó con un ovillo de una cuerda muy brillante , se detuvo en el borde y la lanzó a la tierra.

A medida que descendía se hacia más y más pequeña hasta desaparecer en la ventana del dormitorio de Elena.

Anita abrió la ventana para tocar la cuerda y encontró una estrella del porte de una pepa de sandía. La niña la desató suavemente y se la mostró a su abuela.
¡Ohh! , es tan linda y pequeñita , como la que me dio mi abuela Cloromila- sus ojos reflejaban recuerdos de la niñez.
Es para ti. Tú sabrás que hacer con ella. Ahora tengo que descansar.

La nieta la tomó de la mano para llevarla a la cama y cuando se aseguró que su abuela estaba cómoda, se sentó en una silla cerca de la ventana y observó por largos minutos a la luna. De repente se le iluminó la cara y dijo:
¡Ya vuelvo!
Corrió a la cocina y sacó de la despensa su caja de cereales de estrellitas. Las vertió sobre un plato. Abrió el cajón donde se guarda todo lo que no tiene lugar y encontró un carrete de hilo.
Entonces, con la misma dedicación con que un gusano de seda fabrica su capullo, se sentó y sobre la mesa de la cocina comenzó a hilar uno a uno los cereales hasta hacer una larga cuerda.
Cuando no quedaba ningún cereal, ató a una punta su pequeña estrella. Luego empujó silenciosamente la puerta del dormitorio. Encontró a Elena dormida y amarró un extremo de la cuerda de cereales a la cuerda que aún colgaba de la luna y el otro extremo lo dejó sobre la mano de su abuela.
En ese momento la abuela despertó, abrió los ojos y con esfuerzo mostró una dulce sonrisa.
Anita tomó aire y mirándola dijo:
¡Es para tí, Abue para que descanses!
Mi niña, gracias ¿Sabes hace muchos años yo hice lo mismo pero con botones?
Y en ese momento la estrella que tenía en su mano se iluminó y todas las estrellas de cereal se elevaron invitando a la abuela Elena a subir al cielo.
Y así Anita, en las noches de luna, se sienta junto a su ventana a saludar a su abuela Elena .


Texto : Antonella Reveco

Ilustración: Valeria Zucchini

viernes, 23 de mayo de 2008

Invitación



Porque cantas cuando llego,
porque se que sos mi amigo,
adentro de una naranja
te invito a vivir conmigo.

Casa redonda y brillante
como un solcito pintado
y en ella nosotros dos.
de dulce jugo empapados.

Vos, anaranjado de día;
yo, de tarde, anaranjada
y encendiendo nuestra noche
una naranja alunada.

Un gajo para reír...
Un gajo para bailar...
Los demás, para querernos.
Ninguno para llorar!

Las horas anaranjadas
rodarán para los dos.
Nadie sabrá este secreto:
solamente vos y yo.



Poesía: Elsa Bornemann

Ilustraciones: Paula Socolovsky

Editorial : Alfaguara

viernes, 16 de mayo de 2008

El dinosaurio solitario

En un lugar lejano y escondido del bosque vivía un dinosaurio solitario. Aquel dinosaurio era como aquellos de su especie, grande, verde y con un largo cuello con el que alcanzaba las hojas de los árboles, su alimento favorito. En aquel lugar donde habitaba tenía todo lo que necesitaba para vivir agua, comida, un lugar en el que podía descansar y otro para tomar sol, pero sentía que le faltaba algo.

Un día, mientras descansaba después de un gran banquete de hojas, tuvo una gran idea, pensó que aquello que le faltaba estaba en otra parte, el lugar que habitaba era amplio y cómodo, pero estaba muy solo y vacío, allí no tenía nadie con quién jugar, ni hablar, ni compartir las deliciosas hojas de los árboles, quizás si caminaba por el bosque encontraría otros animales que le hicieran compañía.

Así comenzó a caminar, caminó y caminó, largas horas, hasta que por fin, después de mucho caminar escuchó unas voces. Emocionado se asomó entre los árboles y vio con alegría a unos pequeños conejos que saltaban mientras conversaban.
Hola!!! - les dijo el dinosaurio-.



Los conejos lo miraron con asombro, nunca habían visto nada igual

- ¿Y tú qué eres? – respondió temeroso el conejo más pequeño
- Soy un dinosaurio – respondió orgulloso.
Los conejos se miraron entre ellos y rieron a carcajadas
- ¡Un dinosaurio! Los dinosaurios no existen – exclamaron-.
- ¿Cómo que no existen? – preguntó el dinosaurio - ¡si yo soy un dinosaurio!
- Imposible –declaró el más sabio de los conejos – los dinosaurios se extinguieron hace millones de años, tú no puedes ser un dinosaurio.
- Y si no soy un dinosaurio, entonces ¿Qué soy?
Otro de los conejos se acercó, lo observó bien y dijo: - Por tu gran tamaño debes ser un elefante.
- ¡Sí, debe ser un elefante! –gritaron en coro los conejos.
Y dicho esto partieron saltando.

Una vez solo, el dinosaurio se quedó pensando, él conocía a los elefantes y no se parecía en nada a ellos, los elefantes eran grandes sí, pero también tenían colmillos y unas enormes orejas y además eran grises.
Pero tuvo una idea y si se ponía unas enormes orejas y unos colmillos, a lo mejor así parecería un elefante y podría tener los amigos que tanto deseaba. Fue así como el dinosaurio se construyó unas enormes orejas y unos colmillos y fue a buscar elefantes.



Volvió a caminar, los elefantes no eran fáciles de encontrar, siguió sus huellas, se adentró en la sabana, hasta que por fin llegó hasta donde quería, el lugar en donde habitaban los elefantes.

Se escondió detrás de las ramas y miró como los elefantes jugaban en el agua, ¡se veían tan felices! Como deseaba ser uno de ellos, decidió entrar en el agua como si fuera un elefante más, si lograba actuar como elefante, quizás no se darían cuenta de que era un dinosaurio.

Pero mientras se adentraba al agua los elefantes dejaron de jugar, lo miraron asombrados, todos en silencio, hasta que uno de ellos estalló en risas.

- Jejejejeje – y al mismo tiempo, rieron los demás elefantes – jajajajaja !
Mientras reía exclamó uno de los elefantes – ¿Qué eres tú? ¿Por qué llevas esas orejas tan ridículas?
- Soy un dinosaurio, solo trataba de parecerme a ustedes
Al decir esto, los elefantes se miraron y rieron aún más fuerte.
- Ni eres un elefante, ni puedes ser un dinosaurio – dijo el elefante más viejo – los dinosaurios ya no existen.
- Pero yo siempre he sido un dinosaurio – dijo – y si no soy un dinosaurio, ¿Qué soy?
- Quizás – dijo otro elefante – eres una jirafa, tienes el cuello largo, debes ser una jirafa.
- ¡Sí! –dijeron en coro los elefantes – debe ser una jirafa.
Y siguieron jugando sin prestarle atención al dinosaurio

De nuevo el dinosaurio estaba confundido, el sabía que las jirafas tenían el cuello largo, pero también tenían manchas cafés y eran amarillos, él en cambio era verde y no se parecía en nada a una jirafa.
Entonces partió en busca de las jirafas, quizás si se pintaba de amarillo y café ellas si lo aceptarían… pero se repitió la misma historia, las jirafas también se rieron de él y no le creyeron cuando les confesó que era un dinosaurio disfrazado de jirafa.

Desconsolado el dinosaurio continuó su camino, nadie le creía que era un dinosaurio, pero tampoco nadie quería ser su amigo cuando trataba de parecerse a los demás.

Así caminando sin rumbo llegó a un pequeño valle donde se escuchaban risas y canturreos, el dinosaurio se asomó tratando de esconderse y logró ver que se trataba de un grupo de niños jugando entre los árboles. Tuvo ganas de salir a encontrarse con ellos, pero se detuvo, sintió miedo de que se volvieran a burlar de él y le repitieran que no era un dinosaurio decidido a darse la vuelta e irse un niño se acercó a él por detrás, lo miró con ojos grandes y curiosos y le preguntó
- ¿Quién eres?
El dinosaurio se sorprendió, esperaba que desde su escondite nadie lo pudiera ver, no sabía que contestar, temía que si decía que era un dinosaurio el niño se reiría de él, pero tampoco sabía que decir, así que dijo la verdad
- Soy un dinosaurio –
- Un dinosaurio, dijo el niño emocionado, así que llamó a los otros niños Vengan, vengan, hay un dinosaurio.
Los demás niños se acercaron y lo miraron sorprendidos. El dinosaurio solitario no podía creer lo que estaba pasando, los niños no se habían burlado de él y estaban emocionados al verlo. Por fin uno de los niños preguntó:
- Quieres jugar con nosotros? -
Y el dinosaurio contestó:
- Desde hace mucho tiempo estoy esperando que me hagan esa pregunta.

Así el dinosaurio consiguió los amigos que tanto había buscado y mientras hubiera niños en el mundo nunca estaría solo de nuevo.




Texto: Mallé Westinner

Ilustración : Eugenia Suárez

lunes, 12 de mayo de 2008

Matemáticas



Hoy aprendí
para qué sirven
las matemáticas.

Hoy aprendí
que tu nombre tiene siete letras
y tu cara doscientos treinta y nueve pecas

que tu edad
es igual a mi edad

Y que te amo
exactamente el doble
de la distancia
entre tu mirada y la mía.

Hoy aprendí
que las matemáticas
son el lenguaje del corazón.



Poesía : Rafael Mondon

Ilustración: Stephanie Chagnon

viernes, 9 de mayo de 2008

Conexión

Nora es escritora. Solo cree en sus letras, que forman palabras, que forman oraciones. Nora está convencida de que no existe nada más importante que leer y escribir.
Diego es matemático. Solo cree en sus números, que forman cifras, que forman ecuaciones. Y Diego está convencido de que no existe nada más importante que hacer cuentas.


Un día Nora encontró en el suelo el número 5, lo levantó y decidió caminar hasta encontrar a su dueño.
Diego encontró la letra N debajo de una ecuación, la levantó y decidió caminar hasta encontrar a su dueño.
A mitad de camino, Nora se encontró con Diego, se enamoraron y tiempo después tuvieron un hijo al que le encanta la música.
Es la curiosidad la que hace que el mundo dé vueltas.





¨Conexión¨ es un texto de Pablo Bernasconi perteneciente a su maravilloso libro de relatos ilustrados : ¨Excesos y exageraciones¨.
Agradecemos al autor por su autorización para publicarlo en ¨La luna naranja...¨