jueves, 29 de mayo de 2008

Nakatu Mindi


En su semblante cariacontecido permanecían las huellas de la melancolía, la nostalgia hacia su tierra, meciéndose entre el recuerdo de su antigua vida, la cual se desprendía día a día mientras paseaba por su nuevo hogar, Valencia. Nakatu Mindi había llegado a Valencia con su familia en los albores veraniegos, con una maleta y unos cuantos recuerdos, para instalarse en la que sería según su padre, su nueva patria si el señor así lo deseaba.
Nakatu era el pequeño de los tres hijos de Tiida y Mugesi Mindi.
Nakatu, a diferencia de sus dos hermanas mayores Aamori y Grace, como la famosa escritora keniana Grace Ogot, disfrutaba de una habitación para él solo. Naka, como solía llamarle su madre, había decorado su pequeño habitáculo con el minucioso esmero del inmigrante, por retener todas y cada una de las esencias de su tierra. Como tantos otros, ese pequeño santuario consagrado al recuerdo y la memoria, le hacía perpetuar quién era y qué amaba. Sí, aquel espacio contenido por cuatro paredes y pequeño balcón, encerraban las exóticas fragancias de una Kenia nostálgica. Una Kenia abandonada a la pobreza, la miseria, las enfermedades y los conflictos locales. Nakatu no era consciente, por suerte, del porqué habían abandonado su pequeña casa en Mombasa, él, aún vivía en ese mundo onírico repleto de aventuras, tan cándido y a su vez perecedero. Sin embargo, Tiida y Mugesi Mindi conocían al detalle de la cruenta y dificultosa realidad que les acechaba tanto en Mombasa como en Valencia. En Mombasa, la incesante crisis económica no permitía prosperar ni al más competente en un escenario de racismo invisible, subyugado por blancos, y en Valencia, en Valencia debían forjar un nuevo horizonte. Su padre, un excelente y veterano cardiólogo, debía afrontar las nuevas circunstancias, conformándose con el mísero sueldo de un camarero en un diminuto y mugriento bar de barrio.
Por su parte, Tiida quedaba relegada a una explotadora empresa de limpieza, tras cuarenta años dedicados a la enseñanza en un colegio de Mombasa. Tiida evocaba en sus duras horas de trabajo ese olor tan peculiar a tiza tras las explicaciones de gramática inglesa y swahili, la algarabía de los niños corriendo a su alrededor, las excursiones de verano una vez finalizados los exámenes al Parque Nacional del Monte Kenia... El recuerdo la mataba... La humillación de la gente por el mero color de su piel azabache la mortificaba aún más... Tiida lloraba en aquellas cálidas noches de verano... Tiida lloraba sola...
Hacía un mes de la llegada a España de la familia Mindi. Aún no conocían más allá de los dos distritos circundantes al antiguo barrio del Carmen. Con las primeras horas del alba, Tiida y Mugesi Mindi se encaminaban hacia el trabajo mientras sus hijas mayores quedaban al mando del incógnito hogar. Aamori y Grace Mindi permanecían atareadas durante toda la mañana con los quehaceres domésticos y, al caer la tarde, tras una breve siesta, estudiaban castellano con su hermano pequeño. Las chicas consumían sus horas rememorando su vida en Mombasa, sus amigos, estudios, amores, etcétera, todo se había quedado en el puerto de Mombasa. No obstante, sus lágrimas no eran ni mucho menos tan amargas como las de Tiida, la desconsolada Tiida... De hecho, ya habían conocido a una o dos personas del barrio. En ellas, la aureola de rebeldía típica de la adolescencia resplandecía con fuerza y esperanza, cualidades que sus padres habían guardado en lo más recóndito de sus almas.
Nakatu disfrutaba jugando con su pequeño coche de carreras en la plaza del Collado, frente a la morada Mindi. Jugaba cerca de un grupo de cinco niños, ya que, le divertían sus escandalosas expresiones en aquella lengua que él empezaba a balbucear. Los niños, también se habían percatado de la presencia de aquel pequeño niño de nariz chata, carnosos labios y piel negra como el carbón. La curiosidad era el nexo común a todos.
A pesar de esa indiscreción innata de los niños de 8 años, los cinco traviesos reservaban sus interrogantes y curiosidades ante las advertencias cargadas de necedad y frustración de sus temidos mayores. Lo foráneo, lo novedoso, lo desconocido persistentemente calaba en las mentes humanas provocando un irracional sentimiento de desprecio y desconfianza. Los padres de Nakatu lo sabían, y temían por la integración del niño. Sin embargo, en algunas ocasiones, la inocencia de los niños rebasa fronteras y razas. Poco a poco, éstos habían creado un lenguaje cifrado de gestos y muecas para comunicarse. Hasta la llegada de aquel espléndido día... Ese día brotó la esperanza...
Nakatu jugaba una vez más en la plaza del Collado, cada vez, mucho más cerca de “sus desconocidos amigos”. Fue el destino, la casualidad, la curiosidad que mencionábamos... quién sabe, pero el balón de fútbol de los cinco chicos había ido a parar a los pies de Nakatu.
Nakatu, temeroso y sorprendido los miró de reojo a los cinco, éstos se acercaron tímidamente hasta él, y le preguntaron si quería jugar a fútbol. Aquel niño negro les caía bien. Jugaba como ellos y le encantaban los coches de carreras. Desobedeciendo a sus padres, alzaron sus rostros hacia Nakatu y le tendieron sus menudas manos. Nakatu sonrío y miró a su madre, quien ladeando la cabeza le indicó que no temiese. Nakatu, volvió a sonreír a los niños y, afirmó enérgicamente con la cabeza.
- A partir de ahora, serás nuestro amigo, y te enseñaremos todos los escondrijos y rarezas del barrio. Este es Julián, Rafeta, Miguel, Pau, y yo, Pepet.
- Mi nombre es Nakatu, y me gusta mucho el fútbol.
- ¡Niños!, ¿quién se apunta a merendar unas exquisitas galletas de chocolate? – sugirió la madre de Nakatu.
Tiida y Mugesi Mindi cruzaron sus miradas, buscaron sus manos en la calurosa brisa, una caricia cómplice... volvieron a sonreír...


Texto: Arantxa Carceller

Ilustración: Vanessa Zorn

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es muy bueno, simplemente es magica la forma en que nos hacen llegar la escritora y la pintora esta historia tan comun en nuestra sociedad. me encanta.

Anónimo dijo...

Excelente narración. Profundamente emotiva.

Aelshac dijo...

En ocasiones uno quisiera ser niño toda la vida como el niño del tambor de hojalata y no participar de los absurdos conflictos de los adultos. En este cuento queda evocado ese sentimiento de inocencia fiel a "Nunca Jamás" que tanta falta hace en el mundo...Muy bueno el cuento, y muy instructivo. Y por cierto la ilustración también me gusta mucho.

Natalia dijo...

por ésto me fascina el arte: La escritora y la ilustradora logran transmitir la misma esencia sin conocerse.
Brindo por coni, el puente entre ambas